La inercia de la sociedad es no parar de hacer cosas. Esto no tiene por qué estar mal, el problema viene cuando damos prioridad al hacer y no al vivir. ¿Te ha pasado que estabas leyendo un libro y en mitad de la historia, sin saber cómo, has desconectado y te has puesto a pensar en otras cosas? Estamos anclados en el tiempo, inmersos en un mirar al futuro y al pasado como actividad principal. Nos cuesta respirar el presente, y solemos usar sustancias externas para abastecernos, aunque sepamos que eso no es suficiente.
En la era de la prisa, es necesario un cambio, una revolución espiritual que nos permita disfrutar de la simplicidad del momento, así como agradecer a la divinidad o energía en la que creamos que estamos vivos, y rodeados de un sinfín de experiencias placenteras para nuestros sentidos.
Una fragancia, al igual que una canción, es un viaje. Y como todo buen viaje, es una pausa, una reconexión. Oler un perfume con el detenimiento y la predisposición necesaria eleva y permite hacer conexiones en las que la creatividad y el placer se unen en una danza. Eso, los que amamos el mundo de los perfumes, lo tenemos claro. Intentar apreciar un aroma depende de cuán profunda es nuestra capacidad de entrar en este preciso momento, y si tenemos un rastro de prisa, perdemos matices y texturas.
Nuestra fuente es ancha y profunda, y no hay que hacer un gran esfuerzo para manifestarla. Quizá su simpleza sea lo que no nos encaja en la ecuación de vivir plenamente, en la que es fácil caer en la creencia de que el esfuerzo y la productividad son las incógnitas.